dissabte, 3 de febrer del 2018

Derecho a ser, derecho a estar. Manuel Delgado.

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Derecho a ser, derecho a estar.  Manuel Delgado. El cor de les aparences. (01/02/2018)

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Un anuncio antirracista alemán reflejaba muy bien ese escenario de seres humanos y contenidos culturales mezclándose y en constante movimiento, una realidad que se nos antoja nueva pero que es tan vieja como nuestra especie: “Tu Cristo es judío, tu coche es japonés, tu pizza es italiana, tu democracia es griega, tu café es brasileño, tus vacaciones son marroquíes, tu numeración es arábiga, tus letras son latinas... ¿y aún te atreves a decir que tu vecino es extranjero?”.
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El gran proyecto cultural de la modernidad se planteo, desde un principio, como basado en el ser humano como destinatario de deberes y derechos de ciudadanía por el mero hecho de encontrarse, localizarse como masa corpórea con rostro humano y dotada de razón en cualquier tiempo y en cualquier espacio. A esa entidad –la persona humana– no venía al caso pedirle explicaciones, puesto que, para obtener las prerrogativas universales de ciudadanía, no le era menester esgrimir otra argumentación que la de la propia humanidad apareciendo en un momento y en un lugar dados. Es justamente ese derecho de presencia el que hacía que Hannah Arendt viera en el inmigrante la plasmación de los derechos universales de la ciudadanía, puesto que el recién llegado estaba en condiciones de reclamarlos sin tener que justificar tal vindicación en nombre de idiosincrasia alguna
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No se ha pensado lo suficiente lo que implica este pleno derecho a la calle que se vindica para todos, derecho a la libre accesibilidad al espacio público como máxima expresión del derecho universal a la ciudadanía. La accesibilidad de los lugares que llamamos –se supone que no en vano– públicos se muestra entonces como el núcleo que permite evaluar el nivel de democracia de una sociedad. Esa calle de la que estamos hablando es algo más que una vía por la que transitan de un lado a otro vehículos e individuos, un mero instrumento para los desplazamientos en el seno de la ciudad. Es, por encima de todo, el lugar de y para la epifanía de una sociedad que se quisiera de verdad democrática, un escenario vacío a disposición de una inteligencia y de una ética social elementales, basadas en el consenso y en un contrato de ayuda mutua entre desconocidos. Ámbito al mismo tiempo de la evitación y del encuentro, sociedad igualitaria donde, debilitado el control social, inviable una fiscalización política completa, gobierna buena parte del tiempo una mano invisible, es decir nadie.
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