dissabte, 14 de gener del 2017

La risa de Eça de Queiroz de Antonio Muñoz Molina

Fantàstic article de Muñoz Molina en Babelia de El Pais (13/01/2017) que fuig de la experiència i aposta per la epifania.

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/01/12/babelia/1484247035_988185.html?por=mosaico

La risa de Eça de Queiroz

No hay un novelista que se haya reído tan libremente como el portugués del beaterío católico y de las ridiculeces de una religiosidad mezquina.

Hay paraísos practicables, paraísos inesperados y accesibles, paraísos terrenales al alcance casi de cualquiera, espacios y habitaciones de tiempo que se abren de golpe y que no necesitan durar mucho para colmar las horas o los días que ocupan. Cuando era joven, me intrigaba mucho eso que dice Borges no recuerdo dónde, que no hay día en que no pasemos al menos unos momentos en el paraíso. De joven, uno tiene una predilección literaria y a veces insensatamente literal por los infiernos. Ahora, cada vez que me encuentro en ese estado de serenidad, de júbilo contenido y muchas veces secreto, me acuerdo de aquellas palabras sabias de la vejez de Borges, y me doy cuenta de que las aficiones contemplativas favorecen mucho esas epifanías. (Procuro eludir la palabra “experiencia” porque los publicitarios la han vuelto al mismo tiempo omnipresente y a estas alturas ya casi deleznable).

Un contemplativo no es un místico. Es alguien que se queda extasiado de pura atención ante una maravilla cualquiera del mundo exterior: un río, la gente que pasa tras las ventana de un café, un cuadro, un árbol, una pieza de música, la belleza de alguien, el extrarradio de una ciudad desplegándose en la ventanilla de un tren, la tipografía de un cartel, el reflejo de la calle en un escaparate, un libro. La afición por la lectura favorece más todavía el descubrimiento de los paraísos accesibles. Dice Don DeLillo que la literatura es un oficio muy conveniente, porque se puede ejercer en cualquier sitio y con los materiales más usuales y más baratos, una hoja de papel y un lápiz. En este mundo de complicados paraísos tecnológicos, la lectura es más llevadera todavía. En cualquier ciudad civilizada hay no solo bibliotecas públicas y librerías abundantes, sino también puestos callejeros en los que por uno o dos euros o dólares se pueden conseguir las obras más raras, las mejores ediciones de toda la literatura universal. Con un libro que puede haberte costado menos que una cerveza tienes la posibilidad de horas extraordinarias de inmersión en un mundo que será todavía más deslumbrante y más saludable para ti porque te forzará a prestar atención a historias que no tienen nada que ver contigo, ni con tus amigos en las redes sociales, ni con tu época, ni con nada que te halague y te confirme en tus prejuicios y tu narcisismo y te convenza de que vives en el centro del mundo y en la cima del tiempo, y que desde esa posición puedes mirar con condescendencia, con lástima, incluso con desprecio, a todos los que han nacido antes que tú, lo mismo tus padres que los romanos del tiempo de Augusto. Otro rasgo fundamental de estos paraísos es que solo se encuentran por azar. En eso se diferencian también de los paraísos de las agencias de viajes. Uno tiende a organizar demasiado sus lecturas, o a dejarse guiar por lo que parece urgente leer en un momento dado: el azar impone correctivos saludables, porque te saca de tus obsesiones y de tus inercias, y te hace perderte por un inesperado camino lateral que resulta ser mucho más estimulante que el de lo premeditado.

Hay paraísos practicables, paraísos inesperados y accesibles, paraísos terrenales al alcance casi de cualquiera, espacios y habitaciones de tiempo que se abren de golpe y que no necesitan durar mucho para colmar las horas o los días que ocupan. Cuando era joven, me intrigaba mucho eso que dice Borges no recuerdo dónde, que no hay día en que no pasemos al menos unos momentos en el paraíso. De joven, uno tiene una predilección literaria y a veces insensatamente literal por los infiernos. Ahora, cada vez que me encuentro en ese estado de serenidad, de júbilo contenido y muchas veces secreto, me acuerdo de aquellas palabras sabias de la vejez de Borges, y me doy cuenta de que las aficiones contemplativas favorecen mucho esas epifanías. (Procuro eludir la palabra “experiencia” porque los publicitarios la han vuelto al mismo tiempo omnipresente y a estas alturas ya casi deleznable).

Un contemplativo no es un místico. Es alguien que se queda extasiado de pura atención ante una maravilla cualquiera del mundo exterior: un río, la gente que pasa tras las ventana de un café, un cuadro, un árbol, una pieza de música, la belleza de alguien, el extrarradio de una ciudad desplegándose en la ventanilla de un tren, la tipografía de un cartel, el reflejo de la calle en un escaparate, un libro. La afición por la lectura favorece más todavía el descubrimiento de los paraísos accesibles. Dice Don DeLillo que la literatura es un oficio muy conveniente, porque se puede ejercer en cualquier sitio y con los materiales más usuales y más baratos, una hoja de papel y un lápiz. En este mundo de complicados paraísos tecnológicos, la lectura es más llevadera todavía. En cualquier ciudad civilizada hay no solo bibliotecas públicas y librerías abundantes, sino también puestos callejeros en los que por uno o dos euros o dólares se pueden conseguir las obras más raras, las mejores ediciones de toda la literatura universal. Con un libro que puede haberte costado menos que una cerveza tienes la posibilidad de horas extraordinarias de inmersión en un mundo que será todavía más deslumbrante y más saludable para ti porque te forzará a prestar atención a historias que no tienen nada que ver contigo, ni con tus amigos en las redes sociales, ni con tu época, ni con nada que te halague y te confirme en tus prejuicios y tu narcisismo y te convenza de que vives en el centro del mundo y en la cima del tiempo, y que desde esa posición puedes mirar con condescendencia, con lástima, incluso con desprecio, a todos los que han nacido antes que tú, lo mismo tus padres que los romanos del tiempo de Augusto. Otro rasgo fundamental de estos paraísos es que solo se encuentran por azar. En eso se diferencian también de los paraísos de las agencias de viajes. Uno tiende a organizar demasiado sus lecturas, o a dejarse guiar por lo que parece urgente leer en un momento dado: el azar impone correctivos saludables, porque te saca de tus obsesiones y de tus inercias, y te hace perderte por un inesperado camino lateral que resulta ser mucho más estimulante que el de lo premeditado.

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